Tel Aviv: en la ciudad prometida

Tel Aviv: en la ciudad prometida

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    ​Tel Aviv tiene la energía y el entusiasmo de un adolescente que empieza a saber lo que le favorece y lo que le gusta. Y lo que a Tel Aviv le gusta, sobre todas las cosas, es vivir bien, despreocupada, tomarse el cappuccino sin prisas, como si nada de lo que ocurriera a su alrededor fuera con ella. Con su estilo de vida europeo, sus pujantes negocios y su trepidante ambiente nocturno, Tel Aviv es un insospechado destino para amantes de la buena vida. Viajamos con la actriz Carolina Bang para ver qué nos promete esta ciudad en la que es fácil pasar alguna noche sin dormir.

     

    En esta ciudad prometida hay wifi gratuito en casi todas las calles y bulevares, incluso en la playa. Porque la ciudad prometida, por supuesto, tiene playa y casi siempre luce el sol. Algunos se quejan de que faltan espacios con sombra, pero a cambio lo suple con numerosas terrazas donde deleitarse tomando el brunch en cualquier momento. La ciudad prometida funciona 24 horas, no cierra nunca, ni siquiera en sabbat. Aquí cualquier idea que tengas, por loca que parezca, puede convertirse en un éxito empresarial. En la ciudad prometida puedes enamorarte de quien quieras, sea del sexo que sea, y ser feliz. En la ciudad prometida da igual de dónde vengas y cómo seas, solo se rige por un único mandamiento: tú vives tu vida, yo la mía, y todos nos llevamos bien.
    Amable, tolerante, moderna, sibarita, cosmopolita, culta, presumida... Para entender la promesa que representa Tel Aviv, lo mejor es empezar visitando Jerusalén. Desde las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja, sentir la presión histórica y religiosa concentrada en sus piedras ayuda a apreciar la dimensión de lo que realmente significa Tel Aviv, tan joven y alocada, en este lugar preciso del mundo. Apenas hay 60 kilómetros de distancia entre una y otra, poco más de media hora en coche si no hay demasiado tráfico, pero en Tel Aviv uno puede permitirse el lujo de ser uno mismo y desayunar huevos benedictinos a cualquier hora del día y de la noche. Algo muy de agradecer en una ciudad que vive la noche como si no hubiera un mañana.
     
    En Tel Aviv se vive bien, muy bien. El sol brilla en un cielo azul sin nubes a la vista, la gente, mayoritariamente guapa, consume despreocupada. Mientras en el resto del país se oyen balas, en Tel Aviv solo se escucha la máquina de hacer espresso. En Jerusalén nevaba hace solo una semana, pero en Tel Aviv huele a bronceador de coco. Y es que, por si esto fuera poco, Tel Aviv tiene playa. Una playa que representa la esencia del ideal de Tel Aviv: vivir en verano, con sus heladerías, sus minifaldas y sus noches eternas.

     

    Y un mar plácido, templado, en el que salir a navegar o a remar, y ante el que ser optimista y darse un chapuzón, incluso en invierno, y hasta en el que hacer surf aunque en realidad no haya olas. La brisa del Mediterráneo se cuela en Israel por Tel Aviv. Siempre ha sido la ventana por la que el país se ha asomado al exterior, al mundo, a Occidente, por la que han entrado las ideas, las artes y las costumbres que han hecho posible que Tel Aviv sea una isla de bienestar, progreso y cordura en un océano de irracionalidad.
     
    La llaman Ha-Buah, ‘la burbuja’: un refugio semilaico de buena vida en el que, de haber una religión, sería el hedonismo. “Todos los judíos le pedimos dos cosas a Dios: un lugar en el paraíso en la otra vida y un lugar en la playa de Tel Aviv en este mundo”, dijo el escritor Sholem Asch en 1937. Hoy estaría contento porque, efectivamente, sobre la arena hay sitio para todos, aunque en sabbat haya que jugar al Tetris para encontrar un hueco donde colocar la toalla. Madrugadores, noctámbulos, deportistas, borrachines, niños, ancianos, hippies, modernos...
     
    Un muro de madera de unos tres metros de altura separa la playa de los ortodoxos –a la que los hombres y las mujeres van en días alternos– de la de los gays. Se encuentra a la altura del hotel Hilton, muy cerca del puerto nuevo de Namal, donde los antiguos hangares, que hace diez años estaban ocupados por discotecas, se han transformado en tiendas y restaurantes y cafés con terrazas acristaladas. El puerto nuevo hace ya tiempo que dejó de funcionar como tal.
     
    Parece que en Tel Aviv, donde se construye sobre las ruinas de lo antiguo, el tiempo corre a otra velocidad: lo nuevo es el pasado y el futuro es el presente. Se practica el reciclaje histórico por lo que a nadie le extraña que las nuevas atracciones sean, de hecho, las más antiguas. La vieja estación de ferrocarril, Hatachana, a la que llegó el primer tren desde Jerusalén a finales del siglo XIX, es ahora una especie de centro comercial al aire libre y, a la sombra de las tres torres de Azrieli, en lo que un día fue la antigua colonia de los alemanes (los primeros que trajeron vacas lecheras al país), acaba de abrir el nuevo ‘barrio’ de Sarona, dedicado al consumo y al buen comer.
     
    Pero volvamos a la playa, a hundir los pies en la arena y a pasear en bici por su famosa promenade. Resulta la manera perfecta de empezar el día. Así o haciendo unos largos en la famosa piscina Gordon, considerada casi un monumento nacional, junto a una marina repleta de yates y gente guapa. Unos pasos más allá, bajo la torre del Crowne Plaza está la ‘cancha’ donde se juega al makta, un curioso y antiquísimo deporte judío de palas en el que nadie gana ni pierde y, unos metros más adelante, la improvisada y divertida pista de baile donde gente de toda edad, clase y condición se reúne los sábados a bailar, desde polcas a los grandes éxitos de la Céline Dion israelí, como lo harías en tu casa mientras pasas la aspiradora, pero en comunidad.

     

    La Miami Beach del Mediterráneo, la llaman, la San Francisco del Oriente Próximo. A mí me resulta, sin embargo, indiscutiblemente levantina con un toque de especias orientales: una mezcla entre Valencia, Brooklyn y Dubái. Casi nadie ha nacido aquí, pero todos se sienten parte de la ciudad. Tel Aviv no para nunca, está en constante movimiento, 24 horas, siete días a la semana, incluido el sagrado sabbat. ¿Cómo consigue no resultar estresante? Puede que sea, de nuevo, por el mar.
    Incluso en plena avenida Rothschild, una de las arterias principales de la ciudad, en hora punta, es evidente que esta es una ciudad playera. Se nota en la calidad de la luz, que se refleja en el blanco de las fachadas, y en el favorecedor bronceado de los transeúntes que toman frappé en alguno de los numerosos quioscos a la sombra de los ficus de su bulevar. En Tel Aviv se enorgullecen de preparar el café mejor que en Roma.

     

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