Mi llorada hermana ultraortodoxa

Mi llorada hermana ultraortodoxa

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    ​Hace 19 años, en un pequeño salón de bodas en Bnei Brak, mi hermana mayor murió, y ahora vive en el barrio más ortodoxo de Jerusalén. Hace poco pasé un fin de semana en su casa. Fue mi primer sabbat allí. Suelo visitarla entre semana, pero ese mes, con todo el trabajo que tenía y mis viajes al extranjero, o era sábado o nada. "Cuídate", dijo mi mujer mientras me marchaba. "Que ya no estás tan en forma, ¿eh? Y que no te convenzan de que te vuelvas religioso o algo". Le dije que no tenía por qué preocuparse.

    La época en la que mi hermana estaba descubriendo la religión coincidió con el periodo más deprimente de la historia del pop israelí. La guerra contra Líbano acababa de terminar y nadie estaba de humor para alegres melodías. Pero, claro, todas esas baladas para soldados jóvenes y guapos que habían muerto en la flor de la vida también nos ponían de los nervios. La gente quería canciones tristes, pero no de las que insistían en una guerra miserable y cobarde que todo el mundo trataba de olvidar. Y así es como de repente nació un nuevo género: el canto fúnebre a un amigo que se ha vuelto religioso. Esas canciones siempre describían a un colega cercano o a una chica preciosa y sexi que había sido la razón de vivir del cantante cuando, inesperadamente, algo horrible les había ocurrido y se volvían ortodoxos. El colega se dejaba barba y rezaba mucho; la chica preciosa se cubría de la cabeza a los pies y ya no se lo montaba más con el cantante taciturno.

    Los jóvenes escuchaban esas canciones y asentían con gravedad. La guerra contra Líbano se había llevado a tantos de sus colegas que lo último que nadie quería era ver a los otros desaparecer para siempre en alguna yeshivá [centro de estudios de la Tora] en las cloacas de Jerusalén.
     
    No era solo el mundo de la música el que estaba descubriendo judíos renacidos. Era un tema candente en todos los medios. Cada programa de debate sentaba con regularidad a una antigua celebridad recién convertida que se esforzaba por contarle a todo el mundo que no echaba de menos en absoluto su pasado disipado, o al antiguo amigo de un judío renacido bastante popular que revelaba cuánto había cambiado su amigo desde que se había vuelto religioso y cómo ya ni siquiera se podía hablar con él. Y luego estaba yo. Desde el momento en que mi hermana cruzó la línea en dirección a la Divina Providencia, me convertí en una especie de celebridad local. Vecinos que nunca me habían dado ni la hora se paraban solo para estrecharme la mano y darme el pésame. Estudiantes hipsters de último año de Bachillerato, vestidos totalmente de negro, me chocaban los cinco justo antes de meterse en el taxi que los llevaría a alguna discoteca en Tel Aviv. Y después bajaban la ventanilla y me gritaban lo afligidos que se sentían por mi hermana. Si los rabinos se hubieran llevado a alguien feo, podrían haberlo manejado mejor; pero captar a alguien tan atractivo, ¡menudo desperdicio!
     
    Mientras tanto, mi llorada hermana estaba estudiando en algún seminario de mujeres en Jerusalén. Venía a visitarnos casi todas las semanas, y parecía feliz. Si había una semana en la que no podía venir, íbamos nosotros a verla. En esa época yo tenía 15 años y la echaba muchísimo de menos. Cuando, antes de volverse religiosa, estuvo en el ejército sirviendo como instructora de artillería en el Sur, tampoco la veía mucho, pero, por algún motivo, entonces no la echaba tanto de menos.
     
    Cuando nos veíamos, la estudiaba con detenimiento tratando de descubrir cómo había cambiado. ¿Habían reemplazado la mirada de sus ojos, su sonrisa? Hablábamos como siempre habíamos hablado. Seguía contándome historias graciosas que se inventaba especialmente para mí y me ayudaba con mis deberes de mates. Pero mi primo Gili, que pertenecía a la sección juvenil del Movimiento contra la Coerción Religiosa y sabía mucho sobre rabinos y esas cosas, me dijo que era solo cuestión de tiempo. Todavía no habían terminado de lavarle el cerebro, y en cuanto lo hicieran, empezaría a hablar en yidis, le raparían la cabeza y se casaría con algún tipo sudoroso, fofo y repulsivo que le prohibiría que volviera a verme. Todavía podían pasar un año o dos, aunque más me valía mentalizarme porque, una vez que se casara, tal vez siguiera respirando, pero desde nuestro punto de vista sería como si se hubiera muerto. Leer más: El País