El pasado 24 de mayo, el Día de Jerusalén, y durante toda la semana, celebramos el 50º Aniversario de la Reunificación de Jerusalén, la capital eterna del estado de Israel y la ciudad más grande e importante del país. La gente inundó las calles de la Ciudad Vieja para acudir a espectáculos musicales, de danza, de luces, bailes, proyecciones y marchas con banderas, que se llevaron a cabo con motivo de este gran acontecimiento. Quien mire todo esto desde lejos, carente de un claro conocimiento de la historia de esta ciudad tan especial, probablemente tendrá dificultades para entender a qué se debe toda esta alegría y celebración; probablemente también porque no existe ninguna otra ciudad en el mundo que hoy en día celebre su reunificación.
El pueblo judío ha llevado consigo, durante más de 2.000 años de diáspora, la esperanza y el anhelo de regresar a la ciudad de Jerusalén y de renovar la vida judía entre sus antiguos muros. La ciudad santa ha sido a lo largo de las generaciones el pilar fundamental de la existencia del pueblo judío mismo y en ella permaneció en mayor o menor medida siempre la presencia judía, incluso bajo la ocupación de regímenes foráneos. Así la llama de la vida judía se mantuvo encendida a través de la historia como símbolo de la determinación del pueblo judío en la diáspora de regresar a su patria.
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