Sabemos que en aquella histórica
y épica batalla se enfrentaron los pocos contra los muchos, los puros contra
los profanos, los justos contra los malvados. De alguna manera, un anciano
sacerdote llamado Matitiahu junto con sus cinco valientes hijos fueron capaces
de derrotar a un poderoso imperio y erradicar la idolatría del Gran Templo de
Jerusalén para reinaugurar el servicio a Dios.
¿Cómo una pequeña familia fue
capaz de liderar a una nación para alcanzar un triunfo tan sorprendente? ¿Cuál
fue el secreto? Declarar que Janucá fue solamente un milagro divino —un
acontecimiento inverosímil, posible sólo a través de la intervención de Dios—
es ignorar el componente humano: la ardua lucha y la difícil batalla que
precedió a la reinauguración de la casa de Dios y el re-encendido de la Menorá
(Candelabro) en el Beit Hamikdash (Gran Templo).
¿Qué fue precisamente lo que
ayudó a asegurar este increíble resultado que desafió todos los pronósticos?
Tal vez la respuesta se esconde
en el preludio del milagro del aceite. Los valientes judíos encontraron sólo
una pequeña vasija de aceite puro, suficiente como para encender la Menorá durante
un solo día. Sin embargo, sin saber que ocurriría un milagro, ellos la
encendieron. ¿Qué fue lo que hizo que los Macabeos encendieran la Menorá? ¿Por
qué volver a encender la Menorá cuando la lógica dictaba que un día más tarde la
misma se apagaría indefectiblemente sin cumplir su objetivo?
La respuesta es que los Macabeos
no fueron disuadidos por el aparente fracaso de sus esfuerzos. Éste era el
secreto de los Macabeos: sin importar cuán difícil y adversa sea la situación,
sin importar cuán baja sea la probabilidad de coronar la tarea con éxito,
nosotros simplemente comenzamos la tarea y, con optimismo, confiamos en que Dios
de alguna manera hará que nuestros esfuerzos sean fructíferos y productivos.
Sí, es verdad, Dios realiza
milagros, pero sólo después de que nosotros hacemos nuestra parte; sólo después
de que el milagro de la fe nos impulsa a embarcarnos en una causa aparentemente
perdida y a confiar en el éxito final de un sueño imposible, garantizado sólo por
nuestra firme creencia en Dios.
Golda Meir lo manifestó a su
manera: “Los judíos no pueden darse el lujo del pesimismo”. Y Ben Gurión solía
decir que en Israel “Para ser realista, hay que creer en milagros”.
Vivir hoy en día en Israel es
enfrentarse a diario al desafío
de la supervivencia, enfrentarse a enemigos que anhelan nuestra destrucción y desean negar nuestro vínculo especial con Dios a lo largo de la historia, así como lo hicieron los greco-sirios. En ambos casos hemos salido airoses. El milagro de nuestra convicción para no renunciar a la esperanza - sin importar las probabilidades sumamente adversas- nos proporcionó lalibertad y la posibilidad de celebrar esta bella fiesta de las luminarias.