En el hospital de Holon los médicos atienden por igual a israelíes y palestinos
Por Ana Jerozolimski, especial para El Observador desde Israel
Aquí, en el hospital Wolfson de Holon, nadie habla de guerra. Ni siquiera cuando suenan alarmas que indican buscar refugio de cohetes que en un minuto pueden impactar. La preocupación y la angustia están presentes por cierto, pero van de la mano de una profunda esperanza, ese sentimiento que embarga a todos los padres del mundo, sea cual sea su origen, credo, nacionalidad y color, cuando sus hijos sufren una dolencia mortal pero les surge la posibilidad de salvarles la vida.
Esto es precisamente lo que hace la organización humanitaria “ave a Child´’s Heart (Salvar el corazón de un niño) de Israel, que desde su creación hace casi 20 años ha operado del corazón a más de 3.000 niños de 45 países, muchos de los cuales ni siquiera tienen relaciones diplomáticas con Israel.
La mitad de ellos son palestinos, tanto de Cisjordania como de la franja de Gaza. De esta última, han llegado varios incluso durante la reciente guerra entre Israel y Hamas.
En este preciso momento hay internados más de 30 niños en espera de su operación o luego de realizada la misma. Provienen, entre otros sitios, de Siria, Irak, Gaza, Nablus, Rumania, Tanzania, Etiopía, de hogares musulmanes y cristianos, de regiones diversas y realidades a menudo complejas.
Pero aquí, cuando los atienden las enfermeras encabezadas por la muy experiente Nava, que sabe combinar firmeza con sonrisa y aliento, los médicos y el equipo en general, son todos iguales. También cuando los operan el doctor Lior Sasson, jefe de los cirujanos en este ámbito, a menudo con la colaboración del médico palestino Addas y el doctor Mekonnen de Etiopía, ambos participantes en los programas de capacitación especializada que lleva a cabo Salvar el corazón de un niño.
Y por cierto, cuando los ayudan los voluntarios de la organización cristiana Shevet Ajim, que trabaja en Jordania y organiza todo especialmente a quienes llegan del mundo árabe.
“Esto no es lo que me dijeron toda la vida en Siria”, nos dice Abu Ahmed (que significa “padre de Ahmad”, ya que nos pide mejor no publicar su nombre completo), un sirio de 40 años que tras vivir el infierno de la guerra en su país durante más de dos años, logró salir meses atrás con su familia hacia un campamento de refugiados en Jordania.
Allí nació su hijo menor, Ahmed, hace cinco meses, trayendo alegría en medio de tanto sufrimiento, pero, por otro lado, una profunda angustia , al descubrirse que padecía múltiples problemas cardíacos.
“Todavía no puedo creer la oportunidad que se me ha dado aquí en Israel, estoy feliz y agradecido”, dice nuestro entrevistado, asegurando que “he estado en Jerusalén y hasta he rezado en las mezquitas. “Veo que la gente se mueve aquí con libertad, que árabes y judíos andan por las mismas calles sin problemas. Tan distinto de lo que el régimen de Assad nos inculcó siempre”, dijo.
Para Imad Spitan (35), de Gaza, no hubo aquí ninguna sorpresa. Hace muchos años, antes de la segunda intifada que estalló en el año 2000, trabajó largo tiempo dentro de Israel.
“Conozco esto mejor que Gaza”, dice sonriente. “Y sabía que no tenía motivos para tener miedo de venir nuevamente”. Llegó hace casi dos semanas, antes del alto el fuego entre Israel y Hamas, trayendo a su pequeña Fajar, de 10 meses, una de sus tres hijas, que afortunadamente ya salió bien de la operación.
Es la menor de tres niñas. Su hermana del medio, hoy de 2 años, Zajra, debe volver próximamente al Wolfson en Holon, tras haber sido operada aquí por un problema cardíaco que no se podía tratar junto con el de la primera operación.
Lo mismo ha sentido una abuela de Gaza, que pide no publicar su nombre ni fotografiarla de modo que se la pueda identificar, que a sus 65 años por primera vez sale de la franja para llegar a Holon con su nieta de 10 días –hoy ya está por cumplir un mes–, que nació con un serio problema cardíaco. Es la trigésima séptima nieta de sus seis hijos, pero ríe cuando nos comenta que la ama “como si fuera la primera”.
Conversamos con esta mujer de cuerpo grande, cuya gran presencia la impone, sin embargo, su voz.
Agradece levantando las manos al cielo cuando sacan a su nieta de la sala de cuidados intensivos y la trasladan al departamento. Es muy pequeña y nos cuesta entender cómo la enfermera israelí, Braja, no muere de miedo al manejar todos los cables que la bebé aún tiene conectados. “Estoy aquí hace más de 20 años”, nos cuenta con una sonrisa. “Y no podía trabajar en nada que me haga mejor al alma”, agrega.
La abuela habla solo árabe, que Braja no domina... pero hay algo que va más allá del idioma para conectarse en este hospital.