La ronda de negociaciones entre Israel y los palestinos, que empezó hace 8 meses, atraviesa desde la semana pasada una crisis de gran envergadura. Dicha crisis puso en evidencia, una vez más, la gran diferencia de posiciones entre los israelíes y los palestinos, aunque ambas partes –apoyadas por los mediadores estadounidenses- siguen explorando la posibilidad de retomar las negociaciones.
Para los israelíes, la exigencia de que los palestinos reconozcan al Estado de Israel como el Estado nacional judío es un requisito y garantía necesarios para el fin del conflicto, porque significa el reconocimiento genuino de la legitimidad de la presencia judía en Israel. Dicho reconocimiento implica también el entendimiento de que el problema de los refugiados no puede resolverse dentro de Israel sino en el seno de un futuro Estado palestino. El rechazo categórico palestino de hacerlo disminuye la confianza del público israelí en el significado más amplio de las negociaciones. Es desde esta óptica que hay que ver la inquietud frente a la idea de liberar más prisioneros -por encima de las decenas de terroristas palestinos más extremos que han sido liberados en los últimos meses, quienes han asesinado a cientos de civiles inocentes- sin estar seguros que las negociaciones conducen a resultados que justifiquen el precio a pagar.
Más aún, la solicitud palestina de ser aceptados como miembros en 15 organismos internacionales no puede acercarles a su meta, que es la de un Estado independiente. Resoluciones tomadas por parte de organizaciones internacionales -la ONU u otras- no van a resolver los asuntos primordiales que permanecen en la mesa de negociación entre las partes. Si bien la estrategia de los palestinos está dirigida hoy a imponer una solución unilateral, es el diálogo directo bilateral el único marco en el que se puede solucionar el conflicto. Como hemos visto en los últimos años, por ejemplo en la UNESCO, la aceptación de los palestinos dañó a la misma institución, creando un mayor problema, sin ser un apoyo para ellos.
Hay que reconocer que el conflicto israelí-palestino está compuesto de múltiples dimensiones y elementos y el largo tiempo que ha pasado desde septiembre de 1993 (cuando comenzaron las negociaciones de Oslo) es prueba de la verdadera dificultad de alcanzar un entendimiento que sea aceptado por ambos lados. Sin embargo, las alternativas al diálogo siempre son peores. El diálogo mismo también abona a la creación de una cultura de paz y al cese de la instigación y la violencia, condiciones imperativas en el Medio Oriente. Mi esperanza es, que en los próximos días se encuentre la fórmula que nos permita superar la crisis y evitar las acciones unilaterales.